RELATOS DE VIAJES

EL LUGAR MÁS CÁLIDO DEL RETIRO

Siempre que subo a la plaza que corona la continuación de la Cuesta de Moyano por el Retiro y exhausto llego arriba, paro un momento y oigo una risa maliciosa, chirriante, como entre dientes. Dá la sensación que sale del interior de la fuente que adorna el centro, aunque el ronroneo de los chorros de agua la intente enmascarar.

Cruce de caminos obligado es la forma más directa de atravesar el parque.

Despejada de árboles, la claridad llena todo dando un aire romántico que invade al que pretende sortearla reteniendole, al sentir el sol en invierno o la brisa en verano acariciandole la piel.

Amplia de dimensiones, permite espacio a todos los que buscan probar sensaciones nuevas: Patines, triciclos, esquies de ruedas, skates o simplemente extrenar unas zapatillas.

Por eso una gran cantidad de preciosas veldades desfilan escitadas, con las mallas deportivas sudadas pegadas al cuerpo, desfallecidas pero deseosas de ir a la última.

A un lado gimen esforzandose, un monton de esculturales jóvenes y no tan jóvenes, haciendo un sin fin de ejercicios gimnásticos, mientras sus miradas deseosas auscultan uno por uno todos los pliegues redondeados y pulidos de sus tensos músculos.

En la zona más oscura, policias orgullosos posan montados en corceles negros para que rubias huries les acribillen a flashazos mientras detrás, entre las flores, grupos de sin papeles trapichean con lo que pueden.

Al otro lado, donde los rayos del sol desaparecen más tarde, el jolgorio del grupo de la tercera edad está asegurado. Junto a los gatos, ocupan las sillas de la terraza del bar cerrado. Blasfeman, piropean, gritan, escupen, se quejan importándoles lo más minimo lo que les rodea. Parecen haber hecho un pacto.

Es el lugar más cálido del Retiro. Dicen que la nieve nunca cuaja y el agua del pilón tampoco se hiela y que han llegado a ver salir vaho de las bocas de los surtidores con forma de cabeza de ogro.

Y por encima de todos la más oscura de las figuras rematando la columna central de la fontana.

Retorcida, evitando el golpe, amortiguando la caída.

Es de ahí de donde parece proceder el sonido que me inunda los pulmones, que me llena el abotargado cerebro.

De pronto un gélido reflejo me insinúa a uno de los monstruos guiñado un ojo.

Entonces miro horrorizado a los carcamales despedezánse y los gatos arrancándoles los ojos. Las espléndidas deportistas orinar y defecar unas sobre otras, los fornidos gimnastas sodomizanse antes de arrancarse los genitales, los agentes aplastar cerebros mientras los caballos patean los vientres de las turistas.

Pero enseguida vuelve el calor. Los ancianos siguen en su sitio.

Al ser el punto más alto del parque, es el lugar más próximo a Dios y es curioso que la estátua del Angel caído esté tan cerca.

Dicen que si llegas a mirar sus ojos nunca vuelves a tener frio.

GALATA

Anochece mientras bajo del autobús urbano que me ha traído del aeropuerto. Es la hora de volver a casa y el encuentro con Constantinopla es intenso.

 

El magenta cubre todo entremezclándose con la riada de gente que inunda el muelle de carga de los ferris de línea que cruzan el Bósforo. Pleno movimiento hacia todos los lugares, hacia el lugar. Sin pausa, ligeros en el dolmus, el autobús, el trasbordador o simplemente andando. Es fin de jornada.

Flujo terrestre que acompaña al marítimo en el estrecho, confundido con el reflejo morado, intenso del cielo, con direcciones infinitas hacia o desde el mediterráneo, camino del mar negro o viniendo de él. Todo unido. Aire carmesí que anuncia el siguiente rezo que pronto escucharemos y que no ocupa todo como ocurre en el medio oriente, más recatado, en su justa medida, sin estruendo, pero presente.

Estamos en el límite de lo oriental, en el principio de lo occidental.

 

El subalterno ofrece té con unos terrones para cruzar la corriente y pasar desde el nacimiento hacia la puesta de ese sol, que ya no vemos y que ha convertido el cielo en un gigantesco campo de batalla de dos que no quieren juntarse para el dominó o el back gamon.

Siglos de sangre celestial en el piélago de la ciudad que es puro medio. Donde su gente, todos sin excepción, juegan al mismo juego, en la misma taberna, a la orilla del mismo mar.

 

Un frío violeta llega con el movimiento del barco. Los novios de ahí enfrente, ella sin pañuelo en la cabeza, se abrazan encontrando la excusa para sentirse. El administrativo pide «chaid», el joven de los cascos mira sin ver. La señora con grandes bolsas llenas de… Ella. Ella si lleva pañuelo.

Vuelve el almuecín a recordarnos. Aquí casi no hace falta llevar las horas pegadas a la muñeca, es fácil situarse en la esfera del reloj gracias a sus cantos. Alguien se aparta y reza.

 

El sol sigue cayendo bajo el horizonte, ya lejos, en otros lugares antaño enemigos, hoy deseados por los poderosos que ansían seguir siendo más poderosos, dejando ese reguero rojo de luz y descubriendo esa línea oscura de cúpulas y alminares. Hacia allí vamos. Hacia donde menos deberían verse pero que en esta ciudad más notamos.

En un tiempo solo hubo cúpulas con cruces.

  

Nos acercamos a la estampa oriental de poniente, atravesando el Mármara que saluda entre dos continentes que siempre pretendieron un beso imposible, por culpa de una humanidad que empleó la lengua de mar en que aquí se convierte, en objeto de disputa, amurallando los labios de ambas orillas en lugar de sentir la tibieza húmeda del otro.

 

Cae la noche y una línea de luces anticipa un maravilloso descubrimiento. Entramos en el centro del universo. El lugar que desafía disputas ancestrales que contra toda lógica separatista funde riberas y evidencia la unidad posible de lo que se empeñan sea imposible.

Medula espinal de una ciudad cien veces muerta mil veces construida, donde converge todo. La estación de autobuses, los taxis, los colectivos, la antigua estación de tren, la gran vía Istikial, el viejo Sultanamet, los grandes bazares, el mercado de pescado. Punto de encuentro de turistas, trabajadores, emigrantes de interior o exterior, escolares, amas de casa, vendedores, compradores, carteristas.

Gálata. Extranjera en su propia tierra. Gálotas. Galos. Pasaron por aquí en el siglo segundo camino de Anatolia dejando el nombre. Luego los venecianos y los genoveses  construyeron la torre que corona y vigila.

 

Desembarcamos en el mismo tumulto del otro lado y nos reciben los barquitos del pescaito frito. No. No es Cádiz aunque los extremos se toquen por el denominador común del sur, de la mar salada que rodea.

Mientras las noctámbulas olas bambolean las barcazas y por muy poco dinero me permito tomar un tentenpié antes de marchar para casa siento su presencia y la miro. Femenina, seductora.

Masculino nombre de mujer. Gálata, el “puente”.

Un puerco espín de cañas lanzadas al mar me saluda. Como un erizo encogido en si mismo, los pescadores esperan pacientes se muevan la lucecitas, unas como luciérnagas etéreas en la punta, otras flotando en la superficie siempre revuelta de un mar con la firmeza de dos continentes.

Las viejas venas de hierro orgullosas, se pavonean de su diadema y soportan el constante trasiego de  automóviles que cruzan de lo antiguo a lo nuevo, de lo republicano a lo otomano, de Bizancio a Estambul.

 

            Pregunto a cualquiera me indique y en seguida la respuesta me lleva cerca del hotel.

¿Mañana seguirá existiendo. Mañana seguirá ahí?

SENEGAL

Durante un mes mi antigua pareja y yo visitamos Senegal dando tumbos en autobuses desvencijados rebosantes de humanidad, ganado y fardos. Taxis con más de 9 pasajeros. Furgonetas de más de 50 años.

El resultado fue un conjunto maravilloso de paisajes, gentes y experiencias de una  intensidad agotadora que nos dejó exhaustos.

Por eso decidimos que con lo ahorrado en el transporte público y los alojamientos baratos, los últimos días los pasaríamos descansando en un lugar paradisiaco.

Un guía turístico que conocimos, nos recomendó un sitio que todavía era muy poco conocido por las agencias de viajes.

Una Choza “duplex”, perfecta para el disfrute de occidentales acostumbrados a nevera y wifi, con porche dando a una calita, adecuadamente apartada del bullicioso pueblecito pesquero y rodeada de un enorme muro para evitar miradas nativas, en un país donde el agua corriente y la luz eléctrica son lujos asiáticos.

Boubba era el asistente que teníamos en el apartamento.

Servicial, amable, diligente. Brindando siempre una sonrisa.

Ya desde el primer momento las miradas de soslayo a Eva eran intensas.

Yo estaba acostumbrado. Mi novia era muy atractiva y no solo en Senegal atraía las miradas de los hombres.

Pero lo que empezó a extrañarme fueron las miraditas de vuelta que parecían conectar con las de él.

Después de todo el día oyendo risitas cuando nos hacía las camas o traía una bandeja de frutas o el almuerzo, al atardecer, Boubba  sin el uniforme de trabajo y sólo con un pantalón corto, llegó remando en una canoa a la pequeña playa privada.

Su figura caoba brillaba bruñida por los últimos rayos del sol y las gotas de agua que el avance de la embarcación provocaba, resbalan suaves por su tersa y fina piel.

El cuerpo se tensó Troyano, mostrando unos músculos sensuales al arrastrar la barcaza hacia la orilla y su porte imponente se dobló orgulloso para recoger de dentro un gran pescado.

Metiendo hasta lo más profundo de las agallas sus dedos duros, húmedos y estirados, lo levantó con fuerza y decisión hasta llegar a la altura de sus labios, ofreciéndoselo.

Su mirada lechosa no dejó de posarse en el cuerpo de ella mientras ambos preparaban la barbacoa.

Contaba que él cruzaría pronto el estrecho.

En un momento dado, al terminar de dar la vuelta al pedazo de pez que asabamos, me fijé que Eva tenía entre las manos una de esas esculturas de madera negra típicas africanas, representando a un hombre estilizado. Boubba se lo había regalado. La alegría de sus ojos que rozaban el placer carnal, me provocó acabar mirándome la barriga y la calvicie incipiente en el espejo del cuarto de baño y cobarde, dejarme llevar por el combinado turquesa de cielo ron y piña colada que impidió siguiera atento de Eva, que no consideró importante que el pescado era del mercado, la barca del museo del pueblo y que nos separaban veinticinco años para, al día siguiente, despertar solo con mi resaca.

Aunque peor fueron los dos meses de excusas, enfados, reproches, cansancio y separación que siguieron en Madrid, presididos siempre por la oscura figurita de madera encima de la  televisión.

 

CHACAHUA

 RELATO DE MARIANA
CHACAHUA

Chacahua, significa para mi el viaje que todos deberíamos hacer alguna vez en nuestra vida, disfrutar del placer de no hacer nada. Nada significa, nada. Sólo ser y estar, conseguir llegar al mismo y puro instante del presente. Para eso hay que dejar de pensar, se puede hacer mediante la meditación pero normalmente le dedicamos… ¿1 hora al día…?

Busca un lugar del mundo, donde no haya tele, teléfono, relojes, coches, vallas publicitarias, periódicos…y piérdete sin tiempo de vuelta. Para mi fue Chacacahua, pero sirve cualquier rincón rural español.

Necesitarás: Un horizonte que te guste, alguien que se ocupe de tu alimentación a quien le expliques que no quieres conversación, tiempo indefinido y una buena hamaca, sillón ó tumbona. Ya está.

Día a día conquistarás el juego de tu mente, día a día y cada vez más fácilmente dejarás pasar ese pensamiento o sentimiento pasado o futuro que venga a visitarte, no dejando que se instale como una imagen fija. Debes desaprender todo lo aprendido, deseducar tus hábitos cotidianos, sólo escuchar a tu cuerpo cuando te pida ir al baño o a la ducha o una comida.

Sólo tienes que ser: «Un bicho viviente que no se cuestiona nada».

Y un día, de repente, tendrás la sensación de que todo, absolutamente todo, está y es sobre la tierra como debe ser, por su propio derecho.

El orden mágico del caos vital.

A mi me llevó 21 días, sobre una hamaca frente al Pacífico.

El día 21, miré hacia un agujero de cangrejo sobre la arena, justo unos instantes antes de que saliera y yo supiera que iba a salir. Sonreí, me levanté y dejé a mi mente decidir darme un baño en el océano.

Este es mi mejor viaje.

 

 RELATO DE PABLO Y TERESA

ASI SE LE QUEDO LA CARA DESPUES DE ESCRIBIR ESTE RELATO

CUENTO ETIOPE CON FARANGI

Bueno… mmm parece que el autobús está bastante lleno creo que dentro de una hora saldremos.

No,  no está lleno, cabemos bastantes más, a ver si estos dejan de empujar y el de atrás quita su cabeza sobre mi hombro

Y cada hora que pasa, nos hacen salir a todos para colocar a una mujer nueva

Oiga ¡Qué no entra!, !Que no entra! si, si entra

Serán brutos, han metido a la mujer quitando el niño que llevaba y dándoselo al de al lado, a ver si salimos ya.

Llevamos media hora y esto esta llenísimo, ¡No! ahora salir todos para  otros dos y eso supone  recolocar a otra persona que me temo que voy a ser yo…

No, no, sobre esa banqueta llena de chapas yo no me puedo sentar ¡Que no!, pues si y ahora tengo que poner mi brazo rodeando al de mi izquierda, el de mi derecha pasa el brazo por mis hombros y tengo una cabeza apoyada en mi regazo.

Ya salimos con un poco de suerte nadie vomita en el camino, no pinchamos y en una hora hacemos los 20 kilómetros.

En este mundo hay personas con posibles para intentar hacer un viaje al espacio y ver la redondez de la tierra mientras flotan— pero creo que nadie de los presentes entra dentro de esta categoría.

Aquí hay «más posibles»  que puedan coger un autobús en Etiopía y tener sensaciones maravillosas.

Se cumple el tópico de que lo importante no es la meta sino el camino… y el compañero de asiento, la cantidad de chat que come el conductor, los vendedores, que no se caigan los que van agarrados a la puerta de atrás, las paradas por los controles, que alguien hable inglés, el olor del vecino, las sonrisas, la música chirriante, etc.

Es un viaje en que uno esta apegado a la humanidad, casi tan peligroso como ir al espacio e increíblemente más barato.

Etiopía, ¿Qué es Etiopía?, ¿Qué te espera al llegar a Etiopía y concretamente a Addis Abeba?

Un mundo irreal que hay que tomarse con tranquilidad…

En Etiopía, los taxis no se llaman taxis sino «contratos”.

En Etiopía, cuna del café, el café no se llama café; se llama Buna.

Etiopía es el único país del mundo en que sus habitantes reconocen que la comida es mala, el transporte horroroso y emocionante.

En Etiopía las seis de la mañana son las cero horas…

En Etiopía todos los blancos son Farangis (extranjeros), menos los chinos que son chinos.

Ven a Etiopía donde puedes coger los autobuses más destartalados a las 4 de la mañana y estar sentado en la oscuridad al lado de unos Abasas (negros etíopes), que no ves las caras hasta que no se da la luz en el autobús para cobrarte el billete.

Con la luz  puedes ver a tu compañero de viaje durante  las próximas doce horas y el clavo del asiento delantero que está a 5 centímetros de tu rodilla.

Uno procura sentarse en medio  del Autobús… si es la primera vez a lo mejor se sienta delante viendo en directo como se cruzan burros, carros, seres humanos de todo tipo, mientras el autobús adelanta a un camión mientras otro vehículo viene de frente.

La ventaja del medio es que al pasar las horas uno se hace a la idea del carácter de los etíopes.

¿Quién sabe inglés?, ¿quién en la próxima parada, sabe dónde podemos comer los dos pagando tú, disfrutar de los vendedores que creen que eres millonario? Y  lo eres.

Es muy difícil hacer amigos, necesitan absolutamente de todo, te pedirán dinero, las zapatillas, que les invites a comer y luego pagues supuestas deudas que ellos tienen en el restaurante. No se lo reproches… en algunos sitios no tienen nada y te miraran algunas veces a través de un ojo con cataratas.

En estas imágenes he procurado que surja la sonrisa y acentuar ese carácter irreal…

La ciudad con sus carteles, museos, mercados, tiendas de ataúdes, puestos de periódicos que pagas por leer, etc.

El campo (el 90% de la población son agricultores), la decoración del interior de las casas, acarrear leña y el agua y siempre las mujeres, las benditas mujeres.

Si uno va despacio en Etiopía podrá saborear la Injera (torta de un cereal llamado Teff), el teh que es una hidromiel, el Kitfo (carne picada cruda con mantequilla), el olor a Abasa (negro) y acabar oliendo como ellos.

Uno siente que las barreras se suprimen cuando comiendo la Injera te introducen en la boca   comida con la mano.

Esto tiene la ventaja de que si la Injera no es muy buena (no es precisamente una crepe suave y exquisita), tu puedes coger con la mano trozos muy grandes e introducirse los al vecino en la boca evitando comer esa maravilla culinaria.

Me gustaría que vierais esta exposición tomando una cerveza de Harar (ciudad musulmana) y sonriendo.

GALATOMA.

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MALI

RELATO DE LUIS

Mali te saluda y tú agitas la mano cómadamente instalado en tu papamóvil: es lo que se espera de ti Tubab, hombre blanco. Ali Farka suena desde una vieja casette volviendolo todo irreal.

Bienvenido a Mali, donde todas las bolsas de plastico se rompen y las tarjetas de credito no sirven. Bienvenido a Mali, donde las mujeres cargan con niños y leña pero tienen las espaldas más rectas del planeta, donde la gasolina tiene precios europeos, pero una  charca sigue siendo la única forma de obtener ladrillos y dónde una niña que no tiene nada, te regala algo de repente.

Bienvenidos a Bamako la ciudad que arde por la noche convertida en una gran incineradora de basuras, donde las vacas pastan en vertederos, pero la carne que te sirven está buenísima.

Bienvenido al calor asfixiante, al techo de uralita y a una mosquitera conica, amarillenta y rota, como paisaje nocturno, a las mañanas  con olor a tierra seca, a  gasolina con plomo y al carbón quemándose en las cocinas de toda la ciudad al amanecer.

En el otro extremo el brujo dogón, el ogón, es un muerto viviente que deambula entre los vivos ayudado por una serpiente sagrada. Vigila que ningún dogón copule con una bozo porque se quedarían pegados. Un cazador trae muerto a algun mono despistado, pero cada vez tiene que ir mas lejos a encontrarlo. Aquí no existe la propiedad privada de la tierra, tampoco hay bancos. Basta con que tu casa no sea muy grande y compartas el espacio con los demás. A los 12 años te vas  de casa y ya no puedes volver nunca a dormir donde tus padres . un carretero quiere que su buey pugne con otro carro tirado par un caballo, para ello Ie estruja a su animal los testiculos con la mano.

Es Nochevieja. una pija se casa con un negro y  su padre sufre por ello mientras come jamon y chorizo en un pais musulman. nochevieja con los guiris y los tontos, nosotros también debemos ser ambas cosas. los avellanas sustituyen a las uvas y los niños dogones comen algunas y algunos tontos se Ilevan las manos a la cabeza. Un guiri recibe una bronca por lavarse los dientes con el grifo abierto, el agua es subida a los depositos, por mujeres de espaldsa rectas que lIevan los bidones en la cabeza.

Por fin he entendido qué es la globalización, es que se mueran de hambre los de siempre pero con gorras de Vodafone y camisetas del Barça.

Los que huyen lo hacen en barcos de fortuna, así los llaman, la fortuna de llegar vivos al otro lado.

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RELATOS DE PLOP

PLAYAS DESIERTAS

Hacia un año que mi mujer me había abandonado y mis amigos cansados de mi eterna melancolía se pusieron de acuerdo y me prepararon un viaje.

Como habían oído que las mujeres de Riga eran tan hermosas como accesibles, decidieron pagarme un paquete con hotel y vuelo a un precio más que razonable, para visitar la capital Letona. Descansarían unos días del monotemático: “Todas son iguales, no hay quien las entienda”.

El vuelo de ida resultó ser una sucesión de escalas que duraron todo el día. Comencé a comprender el significado de “ganga”. Hubiéramos tardado menos en autobús. Por la noche, la llegada fue un poco movidita. Hacia mal tiempo y aquel cacharro tenía el baile de San Vito. No sería un Tupolev de la segunda guerra mundial, pero tenía un cierto aire de olvido. Tanto como el aeropuerto en el que aterrizamos. Las siluetas de hoces y martillos todavía se vislumbraban agónicas rematando cornisas y puertas.

Un autobús que parecía acabar de dejar en sus casas a los trabajadores del koljós, nos aparcó en un hotel del mismo estilo.

Me entró el sofocón. ¡Qué coño se me había perdido aquí! Menos mal que llevaba encima el Lexatín.

Una mañana gris me dio la bienvenida.

Comencé a moquear. La ducha templaducha. El suelo, gélido terrazo. El desayuno espartano.

Comprendí lo del “chollo”. Necesitaba irme.

Enfrascado en la forma más cómoda de defecar en las cornamentas de los que quedaron en Madrid, al salir del hotel tropecé con una diosa del Olimpo que me susurró un “sorry” tan dulce, y me brindó una sonrisa tan espléndida que hubiera hecho comprender a más de uno, por que se armó la que se armó en Troya.

Esbelta, rubia, pelo largo y lacio, ojos de mar. Me sacaba casi media cabeza. Se fue mirándome y riéndose. Yo ya andaba con la boca abierta a la altura del ombligo.

Pero lo impresionante era lo que me rodeaba. Repeticiones de esta Venus caminando tranquilamente por la calle. Todas con un estilo y un porte, que no hubiera imaginado anoche.

Atontado, (casi me atropella dos veces el mismo tranvía) me dirigí hacia la terracita de un café, rodeado de macetas con flores de mil colores y varios grupos de oficinistas muy animados.

Me senté, me calmé y empecé a fijarme en lo que tenía alrededor.

Los edificios eran preciosos palacios “Art Decó” y no es que yo sea un excelente crítico de arte. Lo leí después, cuando regresé, en esas revistas que ponen en los asientos de los aviones para recordarnos lo bien que viven los ricos.

Estaban decorados con estatuas de hercúleos atlantes sujetando preciosos balcones, desnudas huríes adornando los muros entre las ventanas, pegasos despegando de las esquinas de los tejados, portales con formas de loto gigante, inmensas caras soplando desagües.

Con la segunda cerveza, pensé que al final mis amigos iban a librarse de una venganza atroz. Me encantaba la ciudad. Su actividad. La gente iba con una prisa tranquila que no conocía.

Un ambiente limpio, claro y frío, te obligaba a disfrutar hasta del último rayo de sol, que en ese momento comenzaba a adueñarse de la situación.

Entretenido en mis cavilaciones, tardé en darme cuenta que una joven morena muy bonita, claramente extranjera entre tanto clon, me miraba sonriendo.

Como no me decidía, se levantó y acercándose a la mesa dijo:

– Hola ¿Eres español?

– Sí. Dije con la cara de bobo más boba del mundo.

En seguida, riéndose añadió:

– Soy de Barcelona y llegué ayer. Me llamo Luz ¿Puedo sentarme?

Esta vez sólo moví la cabeza de arriba abajo.

Acomodándose en la silla de al lado comentó:

– ¿Sabes que en algunos países asiáticos eso significa que no?

Pasamos horas en esa terraza. No volvió a nublarse. Yo comenzaba a despejarme.

La mañana desapareció paseando. En un rincón el Egeo, en ese cruce Caribdis. Aquel pasaje de la Odisea y esa cuadriga de la Ilíada.

Unas veces era Circe otra Atenea. Mirando a Afrodita descubrí a Penélope.

Riga se convirtió en un Olimpo para dos.

Los Clones se esfumaron mientras comíamos unos sándwiches entre curvas modernistas. Juntos descubrimos el encanto del puerto, la zona más soviética.

Tomamos café con riquísimos pasteles. Nos hicimos fotos delante de la casa de Hansel y Gretel de color piruleta fucsia verde chillón.

Llegó la hora de la cena y comiéndonos una mariscada acabé explicando a un camarero muy tieso con pajarita, como se debían cocer los mejillones. Sin agua y en su jugo.

Yo ya andaba en Versalles y como soy así y no tengo remedio, me dejé el peluquín por el camino y agarrado a la ensaladera del “Roland Garros”, salvé al mundo cien veces y

después de una larga conversación sobre mi salud, especificando con todo detalle situación familiar, laboral y personal, le pedí permiso a la langosta para poder  ausentarme.

A partir de este momento todo lo que parecía difuminado, desapareció.

Desperté en mi austera habitación, con la orquesta sinfónica de gaitas de Porriño interpretando a Iron Maiden y yo como único espectador.

Después de lograr pinchar todos los fuelles de las gaitas, con una buena ducha fría (estaba estropeado el calentador), me salté el buffet libre y salí directamente a la cafetería del día anterior.

Claro, ella no estaba. El agujero negro que era mi cabeza, reaccionó en automático sin obtener respuesta. ¿Cómo se puede ser tan subnormal?

Recomponiéndome con un café y un buen trozo de tarta de arándanos, recapitulé. No tenía su móvil, ni el nombre de su hotel. Nada. Subnormal era poco.

Machacado en todos los sentidos, levanté la vista y me tropecé con el pase de modelos que se desarrollaba fuera del establecimiento.

¿Y para eso había venido a Riga? A la mierda. Alguna de esas rubias reiteraciones encontraría a la altura de mi cintura el “sex-appeal” de un mediterráneo torero.

Con renovadas energías salté al ruedo. El día también amaneció nuboso.

Di mil vueltas por la ciudad mientras un chirimiri con conciencia, buscaba en el tuétano de mis huesos donde hacer más daño.

Esa mañana fui transparente. Debió de ser el tono verdoso de mi piel o la humedad que llevaba por dentro y por fuera del chubasquero. Pasé el día de café en café con cara de gatito abandonado y todas esas miradas azules que ansiaba encontrarme, me atravesaban sin contemplaciones.

Sólo una menuda joven con chaquetita y sombrero de lana de mil colores, se acercó y me preguntó algo en perfecto inglés. Hasta ese momento no me había dado cuenta lo poco que se habla español fuera de España. Me tocó la frente, me dijo algo, se fue a la barra y volvió con una especie de consomé. Me animó a tomarlo mientras desde la puerta otra reproducción suya, pero del género masculino la llamó. Ella se volvió, echó a correr y a mitad de camino se encontraron en un inmenso beso. Creí oír violines.

Volvieron abrazados a la mesa, ella con la mirada más bonita que hubiera imaginado en la cara de una mujer. Hice el ademán de pagar. No hacía falta. Me presentó al capullo que la agarraba y preguntó: Spanish? Esta vez dije “Yes”.

Me soltaron otra perorata en inglés y se alejaron con un bai bai, que no era precisamente euskera.

Mi mente retrocedió unos años, cuando era yo el protagonista de esos abrazos.

Absorto en mi dolor, salí del local diciéndoles adiós y en la puerta nuevamente tropecé. Esta vez el “Sorry” me resultó familiar. Era Luz.

– ¡Vaya sorpresa! – dijo – . ¿Qué te pasó ayer? Al volver del baño habías desaparecido.

Yo no supe que decir entre las tinieblas en que andaba. Además llevaba otro buen montón de Pílsener en mis entrañas.

– ¡Uy uy uy! Vaya cara. ¿Te apetece tomar algo? Te veo como al tiempo.

Ayer descubrí un precioso cafetín aquí a la vuelta.

Nuevamente esos ojos verdes me embrujaron. A los pocos minutos volvía a sonreír tomando un té, sugerencia de ella.

Me supo a gloria como la tarde que otra vez volveríamos a pasar juntos.

Logré no excederme con el vino en la cena y solo tome una copa en un pub copia exacta de la Sagrada Familia.

Sin darme cuenta acabamos en la puerta de mi hotel. Quedé petrificado como siempre. “¡Reacciona tío!” me dije.

Reaccionó ella:

–         ¿Te parece que alquilemos mañana un coche y nos demos un rulo por la costa? Me han dicho que es preciosa.

Dije que sí y atropelladamente me encargué de alquilarlo. En el Hotel tenían una oferta, otro “chollo” pensé.

Una tierna mirada me taladró el cerebelo y un beso casi susurro acarició mis labios.

–         Entonces hasta mañana. Aquí en la puerta a las ocho.

No se alejaba, levitaba. Y se volvió para decirme adiós.

Subiendo por la escalera, ya que los ascensores estaban estropeados, sentía la entrepierna tan tensa como los brazos de esos combativos obreros de las pocas estatuas revolucionarias que todavía quedaban en la ciudad

En la habitación y después de gastar todo el papel higiénico, me tumbé desfallecido. Estaba enamorándome.

En  Letonia las playas son de ensueño. La soledad se pierde tanto a derecha como a izquierda, en un infinito horizonte de abetos mecidos por la brisa. Verde muralla protectora de aldeas y pueblos, que solo perciben a la mar como proveedora.

Asustadizos sentimientos. Recelo por los que no regresaron.

Pocos son los que se dejan mimar por sus olas de metal pulido. Brillante pero gris. Reflejo o no. Báltico. Superficie casi oleaginosa, lenta, pesarosa, donde los buques más parecen resbalar que navegar.

Luz jugaba entre unas minas submarinas, de esas que salen en las películas de guerra flotando en el mar. Formaban parte de un monumento que conmemoraba el hundimiento de unos cuantos barcos nazis en la segunda guerra mundial.

Llevábamos toda la mañana bordeando la costa, parando aquí y allá y disfrutando de un día maravilloso.

En una inmensa playa, descubrimos montones de piedras apiladas, muy parecidas a los mojones que señalan los caminos en el campo, con muñecos, plumitas y cochecitos de plástico encima.

Luz me explicó que ella había visto algo similar en otras zonas tan bellas como esta. Parece ser que es tradición entre los viajeros dejar parte de ellos mismos en lugares que consideran especiales, construyendo estos túmulos. Para mí era la primera vez y verdaderamente la brisa, el horizonte, el olor y el silencio, te invitaban.

De regreso a Riga cerca de un pueblo, cogimos a dos personas que hacían auto stop. Hasta que no estuvieron dentro del coche no me percaté del error. Era como estar haciendo una mudanza. Casi no cabían en los asientos traseros. Uno marcado por la viruela y el otro con la señal de una vieja herida atravesándole el rostro.

“¡Rusian Rusian!”, gritaban, “¡gou, gou!”, señalando al frente. Íbamos derechos hacia un montón de prohibidos y señales de desvío. Estaban arreglando las entradas al pueblo. Después de muchas vueltas empezamos a alejarnos de la ciudad. Comencé a pensar lo peor. Sin euros, sin coche y con el ojo del que yo me sé, atravesado por la barra de uno de aquellos armarios. Pero lo que más me preocupaba era mi compañera.

En un trozo de papel arrugado, dibujaron unas líneas que parecían calles. “¡Out,  out!” dijo el más joven señalando la carretera; habíamos llegado a la salida del pueblo.

Para evitar las obras dimos un gran rodeo y nos dejaban camino de la capital. Sus casas quedaban un poco apartadas pero ellos irían a pie.

La rudeza de esos hombres me había confundido. La hospitalidad hizo que desaparecieran unas cicatrices que sólo relataban duras historias de supervivencia.

Aliviado miré hacia el asiento del copiloto para tranquilizar a Luz.

El Frenazo y el posterior trompo que nos atravesó en medio de la carretera  sorprendió a las “cómodas” de atrás. ¡LUZ HABÍA DESAPARECIDO!

Comencé a mirar como un loco a todas partes. Ahora los asustados eran los dos muebles. Les pregunté por la chica en perfecto Español. Contestaron que no tenían ni puñetera idea en perfecto ruso. No tardaron mucho en apearse del coche y salir corriendo. Yo también salí con espumarajos en la boca sin comprender nada. La puerta no se había abierto. Nadie había saltado del coche. No habíamos parado en ningún momento.

Me aparté en el arcén.

¿Qué hacer? No tenía su móvil, no sabía sus apellidos ni tampoco su hotel.

Me sentí cacatúa.

Decidí deshacer lo andado intentando recordar el camino por donde nos habían traído los Rusos.

A los cinco minutos de mirar desesperadamente a través del parabrisas oí a mi lado:

–         ¿Por qué damos la vuelta?

Esta vez no fue un trompo: iba demasiado despacio, pero olvidé abrocharme el cinturón de seguridad y casi destrozo el cristal con la cabeza.

Luz volvía a estar conmigo.

No sé como salí tan rápido y llegué a aquel árbol a una decena de metros.

Desde la distancia, se distinguían los sollozos dentro del coche. Me acerqué con cautela.  Lloraba a moco tendido.

Me senté en el asiento del conductor con la puerta abierta.

Pasaron horas, meses, días, hasta que el lamento fue consumiéndose.

Un “Lo siento” empalgoso, mocoso, me rozó el oído. Nos miramos. Yo era un inmenso interrogante.

–         ¿Estas aquí? Pregunté.

Bajando los ojos y retorciéndose las manos contestó con un hilo de voz:

–         Sí y no. Solo me ves tú.

Bajo la cabeza y  empezó otra vez a llorar.

Salí a respirar un poco de aire fresco. Tenía que asimilar… ¿El qué?

La verdad es que se parecía  un poco  a… pero… era una mujer de objetivos, normas y moral cristiana e intransigente. De verdades absolutas y de una sola oportunidad sin equivocaciones.

Y yo… no podía estar tan loco. Esa frescura, esa mirada con perspectiva pero sin cábalas de futuro, la sonrisa cómplice sin dobleces ni reclamaciones, la limpia carcajada ante lo irracional, el tacto paciente, calmado. La despreocupación de su cuerpo.

Todo esto no formaba parte del pasado…O sí.

Las lágrimas que desbordaban sus mejillas hacían más infantil su cara de niña. No podía dejar de mirarla.

De nuevo me metí en el coche y cerré la puerta.

Muy despacio, acerqué mi mano a su hombro, la agarré e intenté que se incorporara y dejara de esconderse entre las piernas. Nunca olvidaré ese profundo océano que eran sus ojos.

Infinitamente real fue el beso, el abrazo. Estuvimos horas entrelazados, traslúcidos el uno para el otro, opacos para el mundo.

En silencio arranqué y una hora más tarde llegábamos a la puerta del hotel.

Aparqué. Abrí su puerta y le brindé mi mano. Agarrados subimos a la habitación y el paraíso se iluminó con los gemidos de ambos haciendo el amor.

Un brillo intenso hacía que me fuera imposible abrir los ojos, mientras un murmullo sordo llenaba la habitación.

–         … Señor Martínez. Señor Martínez. ¿Me oye?

Entre tanta claridad atisbé dos bultos grisáceos a los pies de la cama y en la frente noté la piel fría pero suave de una mano de mujer.

–         Parece que vuelve en sí. Esta mañana tiene mejor cara.

Intenté adivinar donde me encontraba. Un señor con bata blanca, otro sin bata y hablando por teléfono y a mi lado en la cabecera, una maravillosa rubia vestida de enfermera.

“Soy el protagonista de un video porno”, fue lo primero que se me ocurrió.

Pero la cara del doctor se parecía demasiado a la del bogavante con el que hablé hace unos días después de tirar la peluca al Sena y ganar el torneo de tenis. Para terminar de sacarme de dudas, el del móvil me tiró encima de la cama una tarjeta de la embajada española, antes de enterrarme con cientos de documentos que debía firmar lo antes posible.

–         Por los seguros y esas cosas – me decía recogiendo los papeles -. Que tenga

una pronta recuperación – grito desde la puerta -. Esta tarde a las dos sale su avión.

El garrafón de la cena del otro día había ganado por “KO” a la hipertensión de mis arterias, declarándose campeón Europeo del coma etílico. Dos días había durado el combate.

Busqué el resplandor de Luz en los pasillos del hospital, a través de los cristales de la ambulancia, en la sala de espera del aeropuerto, en el avión, en Barajas.

Los días continuaron nublándose.

Lo peor de enamorarse de una ilusión, no es la propia fantasía, sino nosotros mismos.

Todo es tan real como el humo de una pesadilla.

Amé  aquello que pensaba había existido.

Amo lo que no existió.

Y amaré algo que no existirá.

Así que olvidemos los espectros y probemos de nuevo en Bangkok que está de oferta.

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ESTACHA AL CIELO

Viendo esa maravillosa carretera asfaltada que salía de Axum y como buenos occidentales, pensamos que podríamos llegar a Mekele el mismo día pasando por el monasterio ortodoxo de Debre Damos.

Seguíamos sin comprender que estábamos en África.

En pocos kilómetros volvía a ser la horrorosa pista de todos los días.

Pegado a mi asiento durante horas, viendo por el retrovisor la estela de polvo rojizo que enterraba a los miles de viandantes que andaban por las cunetas, en mi línea de hombretón cobardíca, pensaba en la gran cantidad de armamento que pululaba por la carretera. Soldados, pastores, guardas que aquí llaman Scouts, gentes de la tribu Afar, Oromo o simplemente autóctonos de la zona. Todos cargaban con su kalasnikov al hombro. Además teóricamente la guerra con Eritrea seguía abierta, lo que suponía mayor presencia militar.

Se hacía tarde ya no solo para llegar a Adigrat, a medio camino entre Axum y Mekele, sino que Debre Damos no aparecía por ninguna parte y eran las cuatro de la tarde. A las cinco y media anochecía.

Agencias, guías y hoteles recomendaban evitar las carreteras de noche. En Etiopía los todoterreno que no llevan siglas de la ONU, la Cruz Roja o el cartel de Médicos sin Fronteras, siempre van ocupados por turistas y son muy apreciados por cualquier grupo armado un poco ligero de cascos, como diría mi madre.

Pasamos por un Check Point. Para mi todos los militares son iguales y mucho más en medio de la nada, anocheciendo y retirando un cable de acero que cruzaba el camino a modo de barrera. Luego nos enteramos que habíamos pasado por Eritrea sin visado.

Por fin llegamos a Debre Damos. Encaramado en una muela natural a unos treinta metros de altura, con unos mil metros de largo por ochocientos de ancho,

es uno de los complejos monásticos más antiguos de Etiopía. Su situación le hizo ser uno de los pocos lugares no expoliados ni conquistados por las invasiones musulmanas y europeas.

Tiene un único acceso a través de una cuerda de alrededor 15 metros de longitud y como no, la entrada femenina esta prohibida. Dirigiéndonos hacia la soga que comunica a los monjes con el mundo, ni se me ocurrió pensar que si yo fuera una de mis compañeras, estaría bastante enfadada y no jugando y haciendo fotos a los niños de la aldea que rodea el monasterio, después de 8 horas de traqueteo

Gracias también a la alegría de Carlos, maravilloso compañero de viaje y la curiosidad de Tedy nuestro conductor que subiría con nosotros, me sobrepuse a nuestro futuro incierto en esa noche fronteriza, mientras llegábamos a la entrada. Una pared vertical de unos quince metros nos separaba de la pequeñísima puerta.

La maroma era de unos cuarenta centímetros de diámetro. Amarrada a un lado, de ella tenías que agarrarte para ascender y una tripa seca de vaca atada a la cintura hacía la labor de cuerda de seguridad, aunque en realidad la usaran para subirte tirando de ella desde arriba. Lo más sorprendente fueron los dos flaquísimos monjes que realizaban la tarea.

Rápidamente los espiritualísimos eclesiásticos nos devolvieron a la tierra pidiéndonos veinte bir por persona y con una sonrisa eremítica otros cien por la cámara, a la vez que nos enseñaban una ajada fotocopia explicativa en Inglés.

Con seráfica expresión soltamos el peculio rezando por que los veinte bir de bajada no se convirtieran en doscientos o la artrosis desmenuzara los huesos de los “Hercúleos religiosos” que deberían descolgarnos.

Aunque lo peor se lo llevó nuestro conductor. Al no tener que pagar, al fin y al cabo era Etíope, le abandonaron en manos de Dios y tuvo que hacer casi toda la ascensión sin cristiana ayuda. Sudó sangre para llegar junto a nosotros tal como hiciera “nuestro señor Jesucristo” pero en negro y sin cruz.

Por fin arriba la estampa era maravillosa. El promontorio dominaba las tierras que nos rodeaban.

La iglesia del siglo XVII construida con madera y estuco a rayas negras y blancas, recordaba las alternancia de las dovelas cordobesas. Dentro sólo pudimos acceder a las primeras dependencias donde había frescos con escenas bíblicas, en este caso antiguos, no retocados, como suele ser habitual en las iglesias de éste país.

Para ver mejor todo el recinto subimos al campanario, una pequeña torre separada del conjunto. El Monasterio se completaba con una especie de jardín, estancias alrededor de la iglesia y al fondo, la aldea donde vivían los monjes. Algunos de ellos rezaban a nuestro alrededor.

Tedy, haciendo labores de traductor, indicó que siguiéramos al joven Sansón para ver el cementerio en la pared opuesta a la que usáramos para subir.

Llena de cavidades a causa de su naturaleza calcárea, en su interior se almacenaban varias generaciones de huesos de antiguos residentes. Sólo los más distinguidos popes descansaban en ataúdes, pero ni ellos se libraban del hacinamiento. El espacio era escaso así que las cajas una encima de la otra hasta tres, se apilaban en pequeñas cuevas donde no cabía ni una vértebra.

Por lo menos disfrutaban de una maravillosa vista.

Pero lo más curioso vino después. Nuestro guía con mirada de pillo le comento a Tedy, como el que no quiere la cosa, que nos iba a hacer partícipes de un importante secreto (que seguro compartiriamos todos los turistas, guías y conductores que habíamos subido hasta allí en el último medio siglo):

En este zona, el inexpugnable monasterio tenía una salida de emergencia.

Además, para facilitar la huida se llegaba al suelo sin necesidad de accesorios de escalada.

Otra vez volvíamos a encontrarnos con África. ¿Cómo entender la existencia de una maroma de transatlántico para encaramarse a este nido de águilas? y lo mas alucinante de todo: ¿cómo comprender que todo el mundo respetara el misterio de esta segunda puerta sin usarla?

De nuevo al otro lado, en la salida mirando hacia Eritrea, esperando que terminaran de subir unos bultos con agua y alimentos, dos chavales muy seguros de sí nos repetían emulando a Suesenager: No problem, no problem. Ellos nos ayudarían a bajar. Yo, la verdad, es que no se me ocurría cómo. Además empezaba a confiar en mis fuerzas.

Acabado el abastecimiento los frailes me ataron la tripa, a mi tripa y entre risas me indicaron el abismo. Antes uno de los chicos que nos tranquilizaba empezó a bajar, luego me señalaron a mi. De espaldas y agarrado a esa desmesurada cuerda comencé a descender muy tranquilo.

De repente unos brazos se colaron entre mis piernas. Hasta ese momento no me dí cuenta de lo que pasaba. El sistema era que mi culo se debía apoyar en sus brazos, que entre mis piernas se agarraban a la cuerda, de esta manera el chico sujetaba mi peso desde abajo. Yo me encontraba incómodo. Podía bajar perfectamente apoyando los pies en la pared, pero claro, ahí estaba el truco. El chaval conmigo encima estiró las piernas y trigonométricamente hablando “ipso facto” me separé de la pared. Yo me encontraba en la parte alta de la escuadra por lo que quedaba colgando. Todo mi peso caía encima de él.

Consciente de mis ciento y pico kilos empece a decirle que bajara, que yo podía solo, pero él se mantuvo terco. Finalmente ante la insistencia y viendo que si seguíamos forcejeando acabaríamos mal los dos, me rendí. El pobre resoplaba y sus manos se escurrían. Llegamos al suelo y todos los que nos rodeaban se reían a carcajadas del chico que soplaba las palmas de las manos. Ahí comenzó el regateo. Lo mismo se repitió con Carlos que venía detrás. Entretanto Teddy volvía a encomendarse al cielo y sin ningún tipo de ayuda sorteaba los metros que le separaban de nosotros, intentando no hacer puentin. Todos comentaban la jugada de los muchachos con los turistas, pasando olímpicamente de nuestro conductor que cambiando del negro al encarnado intentaba agarrarse a la imposible soga, mientras las tripas de seguridad atadas a su cintura colgaban en el aire sin cumplir cometido alguno.

Cayo la noche. Nos recomendaron continuar por la pista que habíamos tomado hasta el pueblo para no volver a pasar cerca de los soldados. Además nos ahorraríamos algunos kilómetros.

Las cunetas se llenaron de inmensos fardos de paja, caminando mediante finas piernas de pies descalzos. Humanas presencias que vislumbrábamos como espíritus de carne y hueso, subiendo por pendientes imposibles, pesos imposibles, campo a través y sin ninguna luz que les ayudase. Era noche de luna nueva. Oscuridad.

Finalmente llegamos a Adigrat, capital de la frontera norte y ciudad tomada por los militares.

Mucho mas moderna y viva que algunas de las que habíamos visitado en el sur, a todos nos pareció muy acogedora. Eso sí, no tenia ningún monumento del que vanagloriarse. Aprovechando ese detalle, nos metimos en un restaurante tradicional, típico para extranjeros, donde olvidamos los pesares a base de masticar platos regionales.

Es de todos sabido que a los españoles se nos va la fuerza por la boca,

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EL VIAJE DEL MIEDO

Siempre tuve miedo.

Miedo a las mujeres. Miedo a los hombres.

Miedo a vivir. Miedo a viajar.

Estaba dentro del miedo.

Por su miedo y el mio, ella me abandonó y ese terror que era mi casa, se hinchó y se hinchó y ocupó todo.

Tuve miedo hasta de morir y no tuve el valor de hacerlo. Parecía ser lo más fácil.

Demasiado miedo a mi mismo.

Este viaje también lo empecé con miedo.

Realmente como todo lo que comienzo.

Pero lo maravilloso en este caso es que, rizando el rizo, encontré el miedo al miedo y lo encontré de frente.

Todo el mundo iba armado.

Todos nos despreciaban por ser ricos. Farangi! Nos gritaban.

Todos los niños nos pedían dinero y luego al no dárselo nos tiraban piedras.

Todos intentaban robarnos.

Todos contra todos.

Por fin era el verdadero y entonces sí le tuve miedo, por que sentí que no me servía para nada.

Podría entrar en un galpón donde eramos fuxia o azul chillón y entre preciosas mujeres encontrar miradas que decían lo poco que costaba.

O cambiar de color solo con que  me robasen el fajo de billetes que llevaba. Volverme de raza negra y que mi vida valiera lo mismo que muchos de los que me rodeaban. Nada.

O estropearse el todoterreno que nos llevaba y en 100 km a la redonda solo tenerle a él de compañero.

De pronto se caía la muralla y ahí estaba .

Y así es como me encaré con él.

¿Y qué? le dije.

De tanto tenerle cerca comenzamos a hablar.

Y es así, sabiendo que siempre estará conmigo cuando comencé a  considerarle mi amigo.

A entender lo necesario que es para vivir. Junto a él, no dentro de él.

Gracias Etiopía.

Gracias a los que me aguantasteis en Noruega, Cádiz, Santander, Madrid… y seguís aguantando.

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